Homenaje al maestro Antonio María Valencia

Publié le par vidabogotana.over-blog.com

 

 


Repudiado por su condición de homosexual y su adicción a la morfina, Antonio María Valencia fue un adelantado a su tiempo. En la Sultana del Valle dejó una de sus más grandes obras: el Conservatorio de Cali. ¿Por qué tantos han olvidado su legado?

Prendida de la mano de su madre, la niña solía llegar a la casa del maestro en horas de la tarde cuando ya el sol se había cansado de acosar los andenes de esa pequeña ciudad que empezaba a sacudirse el tedio de sus hombros. Era una casa enorme, así la recuerda. Luego de pasar por un corredor, atravesaba un patio largo hasta llegar a su cuarto. Y allí, de pie, estaba el maestro Antonio María Valencia: pelo negrísimo, nariz chata, tez de aceituna. A su lado, casi como una extensión de si mismo, su piano de cola Erard, imponente.

Esa niña tiene hoy 73 años pero su memoria no resbala para recordar aquella escena que se repitió cada semana durante poco más de un año. “Yo lo veía a él como un Dios”, me dice con su voz aguda que se cuela como un hilo delgado por el teléfono. Recuerda que el maestro, asombrado por su virtuosismo, se había empeñado en prepararla para un concierto. Fueron días, semanas, meses frente al piano. Ella tenía 11 años. Él, 49. Ella soñaba con ser una gran pianista. Él ya lo era. Ella anhelaba llegar a París. París, la ciudad de la que Valencia nunca debió partir.

La noche del 15 de julio de 1952 la niña finalmente subió al escenario de la Sala Beethoven del Conservatorio. Llevaba el pelo adornado en forma de bucles con una cinta que iba de lado a lado de su cabeza y un vestido hasta las rodillas. Se sentó frente al piano, posó sus diminutas manos sobre las teclas e interpretó el Concierto para piano y orquesta en Sol menor de Mendelsohn. Tocó como los dioses, la niña. Lo que siguió lo recuerda así: aplausos cerrados, el público de pie, una ovación que parecía no terminar nunca, su foto en la prensa.

Marjorie Tanaka, la niña, la pianista que tantos triunfos le ha dado a Colombia en los últimos 50 años, supo entonces que nunca pasaría un día de su vida lejos de un piano. Supo, también, siete días después del concierto, que el maestro Antonio María Valencia había fallecido en su casa a las 11:40 de la mañana, paralizado, a causa de ‘la enfermedad’.

Eso decían, ‘la enfermedad’.

¿Quién fue Antonio María Valencia?

En la casa adjunta al edificio principal del Instituto Departamental de Bellas Artes, la escuela a la que hoy pertenece el Conservatorio de música, cuatro estudiantes hacen la fila para la matrícula de este semestre. Uno entrará a estudiar música, dos terminarán este año diseño gráfico, otra estudia artes plásticas.

Alexis Rentería, el músico, tiene la piel color chocolate, el pelo al estilo rasta y unos ojos risueños. A sus 28 años es músico empírico. Toca jazz en los bares. Cuando lo llaman para completar una orquesta se apunta, no importa si es de salsa o de merengue. Ha tocado casi de todo, tropical, un poco de punk y un poco de reggae. Menos los clásicos. La música culta, dice. Por eso quiere convertirse en profesional. Eso sí, me advierte que no sabe quién era Antonio María Valencia. “Tengo la somera idea de que fue uno de los primeros compositores de Cali ¿no?”, contesta más bien en tono de pregunta.

Giselle Monsalve, que está a su lado, cursa décimo semestre de artes plásticas. Tampoco sabe bien quien es ese señor Valencia. El fundador, dice. Nada más. Recuerda que se lo mencionaron en la inducción, cuando entró, hace cuatro años, pero ya lo olvidó.
No sabe que fue justamente él quien lideró la creación del programa de artes plásticas, porque un conservatorio que solo enseñara música le parecía insuficiente. Fue entonces cuando invitó a Jesús María Espinosa a que dirigiera el programa.

- ¿Sabés que fue Valencia quién intercedió ante la Iglesia para que permitiera que modelos desnudos posaran ante los estudiantes en la clase de anatomía del dibujo?, le pregunto.

- No, me dice.

Pocos saben.

Pocos saben que Antonio María Valencia fue un músico precoz que a los 8 años ya tocaba el piano gracias a las lecciones de su padre, Julio Valencia, un violocellista que había hecho parte de la Lira Colombiana. Pocos saben que a los 14 dio conciertos en Panamá y Estados Unidos y que pronto entendió que estudiar en el exterior era perentorio si no quería asfixiar su talento en esa Cali de los años 20 anestesiada por el tedio. Que viajó a París en donde vivió los seis años más intensos de su vida. Que fue discípulo de Paul Braud y Vincent D’Indy. Que se graduó con honores de la Schola Cantorum. Que triunfó en escenarios franceses interpretando a Schumann, a Chopin, a Fauré, a Albéniz. Que compuso 21 obras para piano. Que conoció a la escritora Anaïs Nin. Que Anaïs Nin lo menciona en su diario. Que renunció a una promisoria carrera de concertista en Europa para regresar al lado de su madre. Que era débil de carácter, adicto a la morfina. Que era un pesimista, Valencia. Que fue nombrado inspector general de estudios y profesor de piano del Conservatorio Nacional, en Bogotá. Que era tan bueno en lo que hacía, que despertó envidias y se ganó enemigos. Que regresó a Cali para dirigir el Conservatorio. Que fue blanco de burlas e insultos por ser homosexual. Que su trabajo redundó en la fama continental de esta ciudad en la década de los 40. Que aró en el desierto. Pocos saben.

El biógrafo

El músico chileno Mario Gómez Vignes es, tal vez, el que más sabe. Alto y delgado, Gómez esconde sus 78 años en un pantalón azul y una camisa de manga corta abotonada hasta el cuello. Tiene una barba blanca en forma de candado y la formalidad en el trato de los señores que nacieron antes del rock and roll. Me recibe en un salón de clases del programa de música de la Universidad del Valle donde es profesor desde 1981. En el salón de al lado un estudiante ensaya una tuba sin éxito. Afuera un empleado parece librar una auténtica batalla con la cortadora del césped. Cruzo los dedos para poder oír.

Me cuenta que sabe lo que sabe porque dedicó siete años de su vida a investigar la obra de Antonio María Valencia, sorprendido por su obra sincera y rigurosa, pero sobre todo, espoleado por el silencio que rodeaba esa vida enigmática de la que nadie parecía querer hablar.Todo empezó en 1981 cuando llegó a Cali como director del Conservatorio, tras haberse desempeñado como docente en la Universidad de Antioquia. Allí se encontró una vitrina de dos cuerpo que parecía común y corriente pero que no era tan común y corriente. Era, en realidad, un botín que conservaba cartas, recortes de prensa, manuscritos y partituras que habían pertenecido a Valencia. Y eso, a Gómez Vignes, le abrió el apetito.

¿Quién era ese hombre que había logrado, en tan poco tiempo, fundar un conservatorio, una orquesta sinfónica, un coro polifónico, y liderar la construcción de un gran edificio a la orilla del río Cali que albergara el arte? ¿Por qué se conocían tan poco sus composiciones? ¿Cómo es que se había roto su relación con otro de los grandes músicos colombianos de su época, Guillermo Uribe Holguín? ¿Por qué en 1952 pedían su renuncia de la dirección de la Orquesta?

Yo sentía que había una especie de silencio cómplice sobre ciertas cosas. Sobre todo de quienes habían tenido trato con él”, me dice.

Fue entonces cuando entrevistó a su sobrina más cercana, la antropóloga Irene Valencia, y a Rosario, su única hermana viva. Gracias a ellas descubrió otro pequeño tesoro: su correspondencia personal. Entonces cotejó datos, sopesó adjetivos, ató cabos, tomó distancia. Supo que tenía ante sí a un colonizador de la cultura en una ciudad que en aquella época más parecía un desierto; un hombre que ansiaba la gloria, pero que sufría infinitamente.

La madre

Psicoanálisis. Freud. Complejo de Edipo. Deseo inconsciente de mantener una relación incestuosa con el progenitor del sexo opuesto. No hay otra explicación, en el caso de Antonio María Valencia, a esa atracción incontenible que profesaba por Matilde Zamorano, su madre, una mujer que se había convertido en el pilar de su existencia.

¡Yo jamás pensaré en formar un hogar nouveau, porque todos los que pudiera formar no valdrían un minuto de felicidad al sentirme muy juntito a ti y oír tu voz, y mirarme en tus ojos(…)”, le escribía a su madre en 1925, desde París, declarándole su decisión de renunciar al matrimonio. No sería la única vez.

En el libro ‘Imagen y obra de Antonio María Valencia’, que resultó de su extensiva investigación, Gómez Vignes señala que en todas las cartas a su madre se repiten expresiones como: “recostaré mi cabeza en tu pecho y tú tejerás ilusiones en mis cabellos”; “yo no me pertenezco, yo soy tuyo”; “cuando pienso que de nuevo estaré a tu ladito para nunca más volver a separarnos”.
Siempre, en los conciertos, Valencia se aseguró de llevar en el bolsillo el retrato de su madre. Siempre.

Relato de Ireri Ceballos Valencia

Mientras intenta calmar la ansiedad de sus dos perros que se pelean por sus mimos, Ireri Ceballos Valencia abre una pequeña caja que pertenecía a su madre, Irene Valencia. La caja está repleta de fotos debidamente marcadas y seleccionadas, cada montón resguardado con un papel atado con una cinta. Una por una, me describe cada escena; me nombra cada personaje. “Esta es mi mamá, recién nacida, con Antuco (así lo llamaban)”, señala, mostrándome una bebé en brazos del maestro. “Esta otra es mi mamá en el patio de la casa de sus abuelos, que ocupaba casi una manzana y tenía un patio enorme”, dice.

Hay algo curioso. Alrededor de su madre, en las fotos, todos aparecen vestidos de negro. “Estaban de luto”, me explica. Al nacer, la madre de Irene murió. Y dada la tragedia que esto supuso para su padre, la niña quedó al cuidado de Matilde Zamorano, su abuela, y de Antuco, su tío. Irene fue entonces, durante años, la persona más cercana a Antonio. Hoy tiene 83 años y no recuerda nada. Hace cinco sufre de Alzheimer.

Pero hay cosas que Ireri sabe. Cosas que su madre siempre le contó. Como que Antuco era homosexual. “En la casa todos lo sabían, pero no era un tema que se hablara abiertamente. Mi mamá me contaba que cuando se sentaban a la mesa, en la cabecera siempre estaba la abuela Matilde, quien ejercía un matriarcado. A su lado se sentaba Antuco. Y al lado de él, siempre había un puesto para alguien. Para un amigo de Antuco. Me contaba incluso que él solía llevar a sus amigos al cuarto y nadie le preguntaba nada”.

Fue justamente por su condición de homosexual que el músico caleño recibió las críticas más implacables en su ciudad natal. En 1940, el periódico El Gato emprendió una campaña en contra del Conservatorio alegando una ‘escandalosa burocracia’, un despilfarro en salarios y pocos resultados. No con poca ironía, y a manera de burla, en una edición de febrero aprovecharon para incluir un pie de foto con el siguiente texto: “Esta es la célebre Orquesta Sinfónica Juvenil que toma parte en la película ‘Rapsodia de la Juventud’. Como ven los lectores, todos son niños de 9 a 16 años. (¿Qué haría usted, maestro Valencia, con todos esos niños, tan buenos músicos y tan bonitos?)”.

París

París fue la ciudad en la que Antonio María Valencia vivió los años más intensos de su vida. Fue allí donde se consolidó como el gran pianista y compositor que fue. Fue allí donde hizo gala de su simpatía, de su don de gentes, de su entrega incondicional a la amistad.

En su célebre diario, la escritora Anaïs Nin, quien coincidió con Valencia en París, escribe: “Nosotros conocemos a un niño prodigio sudamericano, Antonio Valencia, a quien su país lo ha enviado a estudiar piano aquí. Tiene alrededor de veinte años, cutis aceitunado, ojos negros, pequeño de estatura y superdotado. De modales suaves, sin pretensiones; comparte por igual una modestia y una sencillez poco usuales y mucha bondad. En este momento es el mejor amigo de Joaquín y ejerce sobre él una admirable influencia tanto musical como literaria”.

Sería en París, también, donde nacería su adicción a la morfina. Corrían los años veinte, años vertiginosos. París era una ciudad cosmopolita. La Nueva York de entonces. “Con todas las vanguardias a la orden del día, muchos pintores, poetas, músicos, actores y gente de la farándula se drogaban y a nadie le parecía ese proceder escandaloso”, afirma Gómez Vignes. “Como el hachís en Baudelaire y el opio de Rimbaud o Verlaine en el mismo siglo XIX, las drogas eran consideradas de buen tono en un artista. Por eso creo que su inclinación a la morfina no se inició en Colombia, con eso ya venía desde Francia”.

La noticia fue una tragedia para su familia. “No puede ser, no lo creo, me es imposible creerlo... acabo de saber que las drogas heroicas se han apoderado de ti. Contéstame enseguida, díme que no es cierto, demuéstramelo en algo”, le escribió su cuñado Víctor, en 1932.

***

En la terraza de su casa, sentada frente a un inmenso árbol de lyche y un jardín poblado de helechos, la historiadora Soffy Arboleda saca de entre sus pertenencias una esquela amarillenta, escrita con tinta sepia, que contiene una pequeña partitura del Ave María; un motete a tres voces. Abajo, la siguiente leyenda: “Para Soffy Arboleda, la pequeña de una ‘Theoría’ de mujeres inteligentes y artistas a quienes admiro. Antonio María Valencia, Cali, junio 15/43”.

La esquela, de caligrafía impecable, que ella conserva como un pequeño tesoro enmarcada en vidrio, le remueve los recuerdos de su infancia y adolescencia, época en la que ingresó a la Orquesta del Conservatorio que dirigía Antonio María Valencia. Tenía 12 años. Tocaba el violín. Recuerda que el maestro solía llamarla para escribir los dictados de sus improvisaciones; recuerda cuando le pidió que fuera solista en el Stabat Mater de Pergolesi junto a Elvira Garcés. Recuerda un viaje a Manizales, con la Orquesta, en la que lo sacó a bailar para constatar algo increíble, que el mejor músico de Cali no sabía dar un paso de baile.

Pero recuerda, también, episodios tristes. Entonces me pasa un sobre, también amarillo y me pide que la lea en voz alta la carta. Está dirigida a su madre Rosita, con fecha del 28 de noviembre de 1947, mientras se encontraba en una clínica de reposo. La carta habla de su mal estado de salud; de la neuralgia súbita y bastante aguda en el brazo izquierdo que lo tiene desquiciado moralmente. “Estoy por creer que el buen Dios me está probando con gran severidad, con lo cual no hace sino ejercer estricta justicia para conmigo, dada mi mala vida pasada, que usted conoce en mínimos detalles y dado también el propósito firme de rehacerme, de regenerarme, para lo cual la puso a usted, señora Rosita, en mi camino.(...) Lástima que me vea obligado a descender a la prosa diaria de la vida: Sra. Rosita, el muchacho acaba de llegar y tengo que decirle rápido y como yo no quisiera que si le es fácil auxiliarme con $45, me conceda ese nuevo favor. Con esto ya mi cuenta va en $780. Palabras no encuentro para expresarle cuánto siento: solo le pido a Dios me de fortaleza para vencerme a mi mismo y ser digno de usted y de mi mamacita”.

El sufrimiento

De todas sus tribulaciones, quizás la que más lo atormentó fue la imposibilidad de desarrollar una exitosa carrera de concertista y compositor en su país, tras su regreso de Francia, segando sus ansias de gloria y decepcionando a sus maestros franceses que tanta esperanzas habían sembrado en él. Así se lo hizo saber, a finales de 1930, al poeta y amigo Guillermo Valencia, a través de este cable: “Constato dolorosamente tierra mía no comprende excelsas virtudes Maestro de los Maestros”.

Se refería no solo al poco reconocimiento que tenía por parte de los colombianos, para entonces, el poeta Valencia; sino a las sillas vacías que a él lo saludaban en las salas en las que se presentaba. Se refería a la aridez y al desconocimiento que ‘llenaban’ el Teatro Colón en Bogotá y las salas en Cali. Atrás habían quedado los elogios de la crítica y los aplausos del público parisino.

Tribulaciones que solo olvidaría dedicándose a su gran obra: el Conservatorio, fundado en 1933. Tribulaciones que llegarían a su fin de mano de la morfina. El 21 de julio de 1952, hallándose solo en su casa, Antonio María se despertó, al amanecer, con un agudo dolor en la nuca. Fue un dolor que no cedió. Que recrudeció. Que lo fue paralizando. El diagnóstico del médico fue contundente: tétano. La búsqueda del medicamento: infructuosa. Antonio María Valencia moría el 22 de julio de 1952 a causa de ‘la enfermedad’, eso decían.

Quienes conocieron en vida al maestro Antonio María Valencia coinciden siempre en los adjetivos: virtuoso, riguroso, brillante, exigente. ¿Por qué, entonces, no se ha grabado toda su obra? ¿Por qué no todos conocen esa maravillosa obra que es 'Requiem', "densa, de amplio aliento, de técnica irreprochable"? ¿O 'Sonatina Boyacense', o 'Emociones Caucanas', o Barcarola? ¿Por qué tan pocos saben quién fue?

En las escaleras de la entrada del Instituto Departamental de Bellas Artes, en ese barrio perfumado con el olor de las cadmias, Natalia Sánchez, estudiante de piano, sabe. Sabe que Antonio María fue un precursor, un pionero, un gran compositor. No entiende que hoy el Conservatorio tenga que sortear tantas crisis, cuándo él, hace 80 años, fue un adelantado de su época y dejó un reglamento de cómo debía regirse un templo del arte. Por eso se interesó en su obra. Montó para piano ‘Chirimía y bambuco sotareño’ y ‘Berceuse’, una canción de cuna. Tal vez monte otras. Puede ser. En su casa, me dice, ha hecho ilustraciones de él, porque además del piano le gusta el dibujo. Es su pequeño homenaje a un hombre que hizo tanto por el arte, me dice.
No todo fue arar en el desierto. No todo, maestro Valencia.

 

 

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